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NOCHE FURIOSA

Mi padre vive. Lo observo en este momento. Es un hombre sano, ágil y cauto. Cauto ante el dolor. Cauto ante la muerte. Cauto, temeroso y esclavo de un pavor inabarcable hacia la Nada. Ese es mi padre. Esa es la figura quieta, reflexiva y frágil que ahora contemplo, que ahora plasmo en la soledad de mi estudio como esquema de una geografía futura.

Aún no he pensando en cómo nos abordaremos él y yo en la distancia, en cómo nos mantendremos en pie (ojalá él pueda) cuando no podamos tocarnos, cuando no pueda prender sus palabras desnudas como escudo frente a la muerte.

Sé que si algún día escribo sobre él, si algún día me radiografío siguiendo sus pasos, reconstruyendo su rabia o imaginando el verdor cubílico de sus auroras, deberé despedir al hijo (quizá matándolo, quizá enterrándolo) para abrazar impunemente al escritor.

Pero quizá ese escritor, llamado a recomponer la historia del padre, haya muerto junto al hijo. Puede que  yazca en cualquier planicie quemada, abandonado por el lenguaje, deshecho sin las virtudes asépticas que transforman la memoria en realidad literaria y el amor en una sobria ecuación poética.

Ricardo Menéndez Salmón ha obrado con su novela No entres dócilmente en esta noche quieta (SeixBarral, 2020) un hito: abarcar al padre muerto con la equidad y la disciplina de un escritor. Sin ambages. Sin pulsiones catódicas. Solo con la precisión del lenguaje y el ardor de quien construye indócilmente las preguntas del mundo. Las mismas que yo releo (y releeré) mientras observo a mi padre, mientras él y yo charlamos en nuestra eterna noche furiosa.

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