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Saramago trabajaba en una habitación forrada de libros.

Los brazos verdes de un árbol partían su ventana.

Junto a la máquina de escribir, gemía el busto de Pessoa.

El tiempo se contorsionaba cuando escribía.

Él mejor que nadie sabía que, para analizar el mundo, para recomponerlo desde la ceguera, o desde la lucidez, era imprescindible romper el ruido, ahogarlo en la distancia más pura; era imprescindible hablar con lentitud.

Pero ha muerto el diálogo.

Han muerto las necesidades del filósofo.

También la artesanía y el amor por la palabra.

En su cuerpo frágil y hebroso dormía la trinchera del hombre desesperado.

Y ahora, ese cuerpo empolvado descansa bajo un olivo discreto y madrugador.

Un olivo que recibe con resignación el sudor babilónico de quienes, dentro de muy poco, olvidarán con pereza el nombre de su padre.

 

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