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EL HOMBRE INVISIBLE

Quienes hayan leído la novela El hombre invisible, publicada por el escritor estadounidense Ralph Ellison en 1952, recordarán esa escena en la que su protagonista, un estudiante afroamericano que denuncia si invisibilidad ante la sociedad, discursea sobre la esencia del ser humano dentro de un cubo de basura.

Allí, vestido con un elegante traje a rayas, impoluto frente a sí mismo y nulo para quienes deambulan por la calle, nuestro ser invisible repasa su vida preguntándose si la ceguera que le ha conducido hasta ese lugar hediondo es colectiva o propia.

Invisibles

Todos somos, de alguna manera, seres invisibles. Y no necesitamos dormitar en un cubo de basura para sabernos aislados; denigrados por un sistema cuyas reglas varían cuando alzamos la voz; vulnerables cuando, sabiéndonos derrotados, reclamamos un espacio público como si fuésemos invulnerables y fantásticos.

Nuestras razones son distintas a las del protagonista de Ellison. Él, que reclama un espacio sociológico, dirige su esfuerzo contra quienes defienden la integración y aplican medidas de aislamiento; contra quienes abren las puertas de sus clubes sociales para materializar el clasismo; contra quienes legislan para mayorías anónimas.

Nosotros

Nosotros, por el contrario, nos enfangamos por construir un espacio público e inútil. Asimilando la palabra branding sin lucidez, buscamos sobresalir, como si compitiésemos por un todo de extrañas dimensiones.

Nadie nos observa al otro lado de la calle, de la pantalla, salvo mujeres y hombres invisibles que dicen ser dueños del deseo.

Pero el tipo que se acerca, de madrugada, a este cubo de basura, rebuscando entre las bolsas con sobriedad, no pretende ser visible.

Apartando con esmero dos o tres mendrugos, mira alrededor y se oculta del denso cañón que exhala la farola. Su gesto mordisqueando el pan es de un animal.

Quizá hubiera preferido cenar dentro del cubo, pero hay mucha basura, demasiada densidad humana rebosando los costados.

Desarropado, yermo como la calle, yo me acerco a ese hombre y le ofrezco un trozo de pan. El mío –me digo, le digo, lo pienso– está limpio, es comible, lo podría haber cenado hoy, de no ser porque engordar me haría invisible. Y le tiendo la mano, aquí está, no bajes más peldaños ni te escondas como si nadie debiera sopesar tu indignidad.

Él, cuyos ojos acumulan sangre amarilla, me observa, observa mi mano, observa el trozo de pan que brilla bajo el cielo negro y dice no. No, bajo ningún concepto. No, aunque en mis mendrugos liberados de pasión halle la muerte.

Farfullando, como si los verbos debieran ser invisibles, se aleja del cubo. Con grandes zancadas y aspavientos, con gritos que son audibles y, sobre todo, visibles, me abandona.

Quedamos el cubo y yo, ambos en mitad de la noche, los dos perfectamente invisibles, como el silencio.

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