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SOBRE LA LEY Y EL DERECHO A LA PALABRA

En nuestro primer día de clase, el viejo profesor de Derecho Administrativo nos confesó que las leyes, colocadas una detrás de otra, plagarían toda la península. Hablando sobre la Ley el derecho a la palabra.

Y subrayó el verbo plagar, recurriendo a la definición dada por la Real Academia Española: «Llenar o cubrir a alguien o algo de una cosa generalmente nociva o no conveniente».

No era el viejo jurista un apóstata de la ley, pero sí un detractor de la vacuidad legislativa. Cada día, antes de comenzar su ponencia, nos recordaba cuántas leyes, decretos, reglamentos y órdenes seguían en vigor, como si todas ellas, erigidas al amparo de la Constitución, formasen una torre de Babel confusa y asfixiante.

La sonrisa de sus alumnos, entre los que yo me encontraba, jamás estuvo a la altura de tamaña advertencia. La sobreabundancia legislativa –pretendió decirnos– es tóxica, porque resta belleza al normal desenvolvimiento del mundo.

Dicho de otro modo, más allá de las normas que buscan nuestro equilibrio social, hay fenómenos inexplicables que escapan a la lógica del legislador, sin los cuales la vida sería insoportable.

Horacio

En su espectáculo simple y libre de causalidades, Horacio situaba la virtud:

Sé sabia, filtra el vino y, siendo breve la vida, corta la esperanza larga. Mientras estamos hablando, habrá escapado envidiosa la edad: aprovecha el día, fiando lo menos posible en el que ha de venir.

Pero hoy, el mismo acto de fiar está sometido a término, al igual que el vino y su consiguiente paladeo, o el tamaño de las espléndidas dehesas en las que nacen y mueren los días.

Al sacrificar el azaroso placer de la observación, renunciamos también a la sorpresa y al placer del descubrimiento. Nada es superlativo, porque todo, incluso lo soberbio, tiene su propia exposición de motivos.

Si asumimos el aviso del viejo profesor de Derecho y las imprecaciones de Horario, lógica será nuestra rebeldía contra quienes cuadriculan lo inexplorado.

Knausgard

El escritor noruego Karl Ove Knausgard asumió, hace no demasiados años, el reto de explicar la naturaleza con devoción y sencillez.

En sus cuatro estaciones del año –así se estructuran los cuatro volúmenes de la obra–, Knausgard se alejó del monumental sistema y su reglaje para explicar los muchos fenómenos que vertebran nuestra vida.

Con su simplicidad y pasión por lo primigenio, demostró una posición contestaria no exenta de armonía.

¿Pero qué sucede cuando el mismo sistema que nos explica detalladamente restringe nuestro derecho a la palabra y, por tanto, a la forma?

¿Podemos sentirnos inseguros en ese complejísimo espacio donde prima la seguridad jurídica, y seguir siendo mujeres y hombres?

¿Debemos concebir la soledad como reducto contra el caos, renunciando así a la armonía?

Samuel Beckett

el-innombrableEn su novela El innombrable, Samuel Beckett rompe con la lógica del discurso narrativo para acusar a quienes comprimen con leyes y decretos la identidad del ser humano.

Su personaje, que no tiene nombre ni forma, y menos aún anhelo de armonía, se pregunta:

¿Qué historia es esa de no poder morir, ni vivir, ni nacer? Algún papel tiene que desempeñar esa historia de permanecer donde uno se encuentra, muriendo, viviendo, naciendo, sin poder avanzar, ni retroceder, ignorando de dónde venimos, dónde estamos, adónde vamos, y que sea posible estar en otra parte, estar de otro modo, sin suponer nada, sin preguntarse nada.

Releyendo a Beckett, recuerdo al viejo profesor, rígido en la tarima del aula, dispuesto a demostrarnos que la ley, como el resto de las bondades desgastadas por el hombre, puede extirparnos el derecho a la palabra, el placer y el nombre.

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