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SUEÑOS

Hace unos días, soñé mi muerte. Concretamente, su preludio. No recuerdo los detalles, pero sí mi desesperación ante lo inminente. Sé que estaba rodeado de familiares, amigos y conocidos.

Sé también que me movía de un lugar a otro, y que, en todas las estancias, lucía el sol. Nadie me explicaba la razón. Las palabras eran de pésame y, más allá de los abrazos, todos se preguntaban por el futuro de mis padres. De nada servía mi resistencia, y menos aún que llorase. Algunas decisiones, como la muerte, son improrrogables. Acéptala, me decían, y deja paso a los que vienen detrás. En un sueño, los gritos están prohibidos. Lo intenté, pero de nada sirvió. El sueño terminaba y yo debía morir. De todos me había despedido salvo de mí mismo. Adiós, me dije, aunque no desee perderte de vista.

Desperté.

Desconozco si la muerte onírica se cumplió y mi despertar fue una especie de resurrección. Aturdido, me dirigí al cuarto de año y bebí agua. No grites, por el amor de Dios, ya sabes que estás vivo. Y sí, lo estaba. Había sido una pesadilla y allí, frente al espejo, pude tocarme la cara. Entonces, pensé en mi padre.

El día anterior me había relatado un incidente que le causó indignación. En un bar, después de tomarse una cerveza, bajó las escaleras que conducían al cuarto de baño. Unas escaleras pronunciadas, dijo. En el último tramo, un hombre encargado de la limpieza le ofreció la mano. Fue un gesto amable, diría que necesario, pero mi padre se encaró con él dándole un empujón. Él no necesitaba la ayuda de nadie, y menos para bajar unas escaleras.

La vejez es un preludio. La vejez es el período que precede al sueño. Y en él, es fácil que la muerte sea algo más que una metáfora. Reprendí a mi padre, por supuesto, pero tras mi pesadilla, le envié el siguiente mensaje: «Tenías razón, papá. El tipo del bar se comportó como un hijo de puta».

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