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UN AÑO MÁS

Ambos se observan. Ambos perciben ese proceso maravilloso, y en ocasiones grácil, que permite la muerte de un año y el nacimiento de otro.

Ambos se deducen en los años venideros, como si el cuerpo tenaz de quien ahora aplaude, de quien sacude la viruta del tiempo con gastadas libaciones, pudiera proyectarse.

En esa proyección, que además de rigurosa es literaria, el cuerpo incorrupto destila vejez. Una vejez calmada, saludable, y puede que estricta. Una vejez sometida a la frágil prosopopeya de quien se sabe extinguible.

Y cuando esa vejez, ahora cautiva, reside en el cuerpo del hijo, en las sienes del hijo, en sus facciones agrietadas que ahora brillan por la irrupción de un año nuevo, el otro, es decir, el padre, mira la mano que sostiene su copa y la siente débil; temblorosa como jamás lo estuvo; servil, de repente, con el fatuo vocerío que sugieren las horas.

Entonces el padre la esconde, al igual que la copa rebosante, al igual que los tibios impulsos que empoderan el júbilo, para solo sonreír; para abrazar al hijo delicadamente; para celebrar, con gesto níveo, la imponente aparición de un año más.

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