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UN GENIO LLAMADO WILLIAM FAULKNER

Cuando el escritor cubano Alejo Carpentier era preguntado por el sentido práctico (y teleológico) del estilo barroco, siempre respondía con estas palabras:

Cultivo un estilo barroco porque América Latina es un continente profundamente barroco.

Barroco en lo visual y en lo racial. Barroco en sus pulsiones revolucionarias, y quizá en sus tesis revisionistas de la literatura, lejos de casticismos y cánones.

​Es indudable que la fuerza del espacio (físico e histórico) marca el devenir de una obra y la cosmogonía de su autor. Y quizá a William Faulkner, como creador, como personaje metaliterario, solo podamos entenderlo desde la raíz de su territorio inventado. Raíz pantanosa y llena de hebras. Raíz real, racial y violenta. Raíz política nacida de la carne y la glándula, del barro ensangrentado que bordea el río Mississippi, de los arranques febriles y crudos de la esclavitud y del incesto. Yoknapatawpha (hija de Dublín y precursora de Macondo) es la imperfecta radiografía de la América sureña; una américa cargada de lastres, herencias familiares y secuelas de la guerra civil. El Sur como semilla final del horror, como círculo manchado de venganza.

​¡Absalón, Absalón!, publicada en 1936, y reeditada más tarde por la editorial Navona, narra la descomposición física y espiritual de la familia Sutpen, y de Thomas, origen y demonio para sus dos esposas (Ellen y Rose), coronel a tiempo parcial, padre retroalimentado por la sangre y el sexo de sus hijos (Henry, Judith y Charlie Bon), y de los hijos de sus esclavos, y de los hijos a medio morir de una América partida en dos, y en la que el concepto de familia es razón y consecuencia.

​Describe Miguel Martín – Lage, en un posfacio publicado en 2008, y que Navona reedita de manera íntegra, las precarias condiciones en las que Faulkner escribió la que muchos consideran su gran obra maestra. A las dificultades económicas se unieron las dudas de estilo y la vorágine palabraria. ¡Absalón, Absolón! es una catarsis verbal, y también psicológica, en la que todo (en especial la tierra yerta) adquiere un papel protagonista.

Uno nace y prueba tal o cual cosa y no sabe por qué y lo sigue intentando y uno ha nacido al mismo tiempo que mucha más gente, mezclado con todos ellos, como si tratara de mover brazos y piernas sujetos por medio de hilos, solo que esos mismos hilos están enchanchados a todos los demás brazos y a todas las demás piernas y todos tratan de moverse a la vez (…).

Y esa razón unitaria, que en Faulkner es abigarrada y por momentos ilegible, responde a su idea contaminada de país. ¡Absalón, Absalón! es un ejemplo de cómo se diluyen en uno solo todos los estilos literarios, y de cómo la vanguardia es capaz de abrirse paso entre bloques líricos que evocan a Conrad y su mítico Lord Jim, y a Walt Whitman.

​Para Faulkner la voz narrativa es una excusa, porque existe una conciencia central primigenia, que no es física sino espacial. Quentin Compson, elegido personaje periférico interno a la acción (y protagonista, por otro lado, de El ruido y la furia) ocupa, junto a su amigo Shreve, un papel aleatorio, más allá de la brillantísima profecía final de este último:

Pienso que llegará el día en que los Jim Bond conquisten el hemisferio occidental. No será en nuestro tiempo, claro que no, y a medida que se extiendan hacia los polos se irán blanqueando como hacen los conejos y las aves, para no destacar demasiado en la nieve. Pero seguirán siendo Jim Bond; en unos cuantos milenios, yo, que ahora te contemplo, también habré brotado de las entrañas de los reyes de África.

Papel que es una excusa para la digresión y para algo que García Márquez definió como poesía bíblica. Incluso la distancia narrativa es accidental, al igual que el manejo del monólogo y del género epistolar. El desorden es unitario, como lo es la conexión desaforada entre estilo (elevado, poético, cruel) y personajes; quizá porque la tierra, la violencia, el incesto, la venganza, el racismo, la locura y la perpetuación del mal también lo son; mucho más que el fallido sueño americano que describió Steinbeck; mucho más que el ocaso etílico y solitario de un genio llamado William Faulkner.

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