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UNO DE LOS NUESTROS

Hoy, jueves 31 de mayo, sentado en la mesa de mi despacho, un hombre acusado de evadir impuestos ha roto a llorar. Los papeles ardían ante él. Los miraba. Los cogía. Repetía fechas y preceptos legales. Exclamaba la palabra «vergüenza» como quien se clava un puñal. No he podido consolarlo. No he podido o no he querido. Los defraudadores merecen un castigo. Él es un defraudador. Un defraudador confeso. Sus motivos son mundanos y rechazables, porque ha cometido un delito. Y sin embargo lloraba, y me hablaba del deber, y de su dignidad, y de su estoicismo, y del modo austero en que abordaba el dolor cuando partía en soledad las rodajas de pan. En la mesa de mi despacho, ese hombre, que podría ser cualquiera, se arrepentía y deseaba morir.

Hoy, jueves 31 de mayo, mientras se discute en el Congreso de los Diputados la famosa y ya histórica moción de censura, me convenzo de que ellos (Ellos) nunca mueren. Se saben blindados. Ellos comercian con la verdad y me insultan. Nos insultan. Hablan de la crisis. Hablan de conceptos tan manoseados como el bien general, el interés público o la estabilidad. Hablan del dinero ajeno como si fuera barro. Maldicen la palabra justicia mientras me la imponen cuando sienten miedo, o cuando piensan que la libertad de expresión es invasiva. Ellos jamás lloran, porque no lo merecen. Solo llora el vulgo. Solo lloran los que asumen honradamente su debilidad. Y ellos son fuertes. Son el Gobierno, y pulen su poder a mi costa, a costa del resto, a costa de un tipo que me pide el teléfono para llamar a su mujer, para llamar a su hijo, para pedir disculpas a quien pueda o desee escucharle.

Hoy, jueves 31 de mayo, mientras se discute en el Congreso de los Diputados la famosa y ya histórica moción de censura, yo digo que mi cliente es deleznable. Yo le digo que me avergüenzo de él. Y que merece un castigo. Y que debe llorar. Y seguir llorando. Y hacerlo en una habitación vacía, sin que nadie lo escuche, sin que nadie lo abrace, sin que nadie confiese que él, a diferencia de ellos, por el mero hecho de pedir perdón y de llorar, es y siempre será uno de los nuestros.

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