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VIRGINIA WOOLF Y EL ARTE DEL YO

filósofo francés Henry Bergson dijo, en relación con la medición del tiempo: «El yo vive el presente con el recuerdo y la anticipación del futuro, que solo existe en la conciencia que los unifica. Los instantes valen de diferente modo, un momento penetra en otro y queda ligado a él. Es inútil ir a la búsqueda del tiempo perdido: no hay reversibilidad del tiempo». Virginia Woolf, fiel seguidora de Bergson, quizá tuviera en cuenta la condición elástica del tiempo, su maleabilidad, o la superposición de tramos, muchos de ellos imaginarios, cuando escribió La señora Dalloway. Porque el tiempo y la realidad son relativos, y porque el matiz subjetivo de quien observa el mundo, y lo juzga, y lo padece también lo son.

El principal mérito de La señora Dalloway, más allá del tiempo narrativo, más allá del contexto social que se deriva de este, y de la crítica en ella contenida, es la capacidad de Woolf para construir personajes y permitir que el lector inspeccione sus nimiedades y se regodee en ellas, y se emparente con sus similitudes más allá de la contemporaneidad de la obra y del tamiz involuntario que impone la autora.

La señora Dalloway, publicada el 14 de mayo de 1925, y que muchos han considerado como una respuesta estilística al Ulises, de James Joyce, cuenta la historia de Clarissa Dalloway, una dama de la alta sociedad británica, con motivo de una de sus fiestas para miembros de la alta sociedad. Alrededor de Clarissa emergen personajes como Peter Walsh, viejo pretendiente de esta, y Septimus Warren Smith, un antiguo militar incapaz de superar las secuelas emocionales de la Primera Guerra Mundial, y que flirtea poéticamente con la ideal del suicidio.

El tiempo real de la novela sucede en un solo día; un día jadeante del mes de junio, cargado de matices y de claroscuros, con personajes que nacen y desaparecen a través de algo que la crítica definiócomo flujo de conciencia. Y esta es la principal virtud de la novela: el modo magistral en que Virginia Woolf, empleando la figura del narrador omnisciente, nos acerca y nos aleja de seres con realidades distintas, con discursos (poéticos, desordenados, digresivos) que fluyen como meandros de un río, que se tocan y contagian argumentalmente entre sí.

James Wood, en su magistral ensayo Los mecanismos de la ficción, dijo sobre el estilo indirecto libre: «Gracias a él, vemos cosas a través de los ojos y el lenguaje de los personajes, pero también a través del lenguaje del autor. Habitamos en la omnisciencia y la parcialidad a un tiempo. Se abre un vacío entre el autor y el personaje, y el puente entre ambos (que es el propio del estilo indirecto libre) cierra ese hueco y simultáneamente atrae la atención hacia su distancia».

Quizá esa sea la principal virtud de Woolf, y quizá La señora Dollaway, al igual que Las olas, otra de sus obras maestras, conformen un gran ejercicio de estilo, ajeno a cualquier tensión argumental, más allá del lenguaje, más allá de esa especie de fluctuación temporal en la que viven sus personajes y la propia ciudad de Londres, más allá del tiempo narrativo y del análisis que muchos críticos, años después, quisieron ver sobre la bisexualidad, el feminismo y la locura. Poco importa la estructura (lineal, respecto al tiempo real de la historia; desordenada, respecto a la aparición y examen de los personajes, muchos de los cuales, los secundarios, son empleados como meros eslabones narrativos). Y poco importa el tiempo histórico, y la visión ácida que Woolf tenía de la alta sociedad británica, y que disemina sutilmente a lo largo de la obra. El poder de la novela radica en el lenguaje, y en la complejidad psicológica de los personajes, y en el modo en que estos se mezclan y empoderan entre sí. Lejos de experimentos, lejos de considerar la novela solo como un ejercicio metaliterario, Woolf fue capaz de crear un espacio de vanguardia con elementos tan simples y poderosos como la voz, la poesía y la nostalgia.

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