Inmerso en la Navidad y su liturgia, recuerdo el impactante comienzo de la novela Historia de dos ciudades, de Charles Dickens:
«Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos. La edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza, y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero nada teníamos, íbamos directamente al cielo y nos perdíamos en sentido opuesto».
Y me digo que la realidad, tanto colectiva como individual, jamás detiene su curso. En medio de la nieve, las huellas de las botas militares conducen al mismo precipicio.
Los discursos no abandonan su retórica y las agendas, que debieran más que nunca las del hambre, aceleran su caída, sabiéndose terrenales, pragmáticas, lúcidas frente a lo insondable.
Nosotros, que reclamamos un paréntesis, damos la espalda a lo pedestre, a los renglones que embrutecen la Historia. Es el peor de los tiempos, sin duda, pero llegada a la noche, observo a mi padre sentado a la mesa, dispuesto degustar esta cena frugal.
Sonríe, como no hizo ayer, y sostiene el tenedor como si los minutos, milagrosamente eternos, se limpiaran para él de inflexiones y memoria. Nada sucedió y nada sucederá, me digo, salvo su sonrisa en esta cuidadosa vigilia. La misma que me empuja, un año más, al mejor de los tiempos.
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