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ESA CÁPSULA MALDITA LLAMADA TITÁN

Titán, la cápsula maldita

Solo recuerdo a Heinrich Schlieman, que emprendió un viaje por Turquía, con un ejemplar de la Ilíada, para descubrir los restos de Troya, para rememorar la batalla de batallas, para ver in situ la muerte de Héctor, el domador de caballos. Si encontró lo que buscaba, si debajo de los pilares de esta nueva nación, encontró el cadáver de la vieja ciudad, con su vieja muralla, con los restos humanos de quienes combatieron con ferocidad y poesía, solo él lo supo. Y si ordenó la muerte de algún colaborador en su afanada búsqueda de la tragedia, sin duda debemos culpar su atrocidad.

Romanticismos como el suyo no debieron ser mortuorios. Pero se trataba de Homero y la Ilíada, el primer gran poema épico. Se trataba de averiguar si el gran poeta imaginó la muralla, las recónditas esquinas de una ciudad que se creyó indestructible. Su objetivo era saber si Homero vio sus versos, si lo sintió, si la sangre alguna vez acentuó esa métrica extraordinaria de acero y playa.

Y dado que Homero fue un Virgilio de Heinrich, lo más seguro es que no solo buscara el cadáver de la gran ciudad, sino una huella de los nombres, de todos los nombres que la embellecieron. No fue la Ilíada una guerra anónima. En ella murieron soldados de estampa inefable, que tuvieron un segundo de gloria, que llenaron con sudor ese lapso insondable que conduce hacia la muerte.

Titán

Esa cápsula maldita llamada Titán cumplía otra misión. La de regodearse con el cadáver del Titanic. Porque allí, en las profundidades del océano Atlántico, lo que buscaban sus tripulantes solo era un cadáver. Un cadáver corroído y embadurnado con verdín; una mole inclinada en movedizas arenas que falsean su relieve. En sus recodos, no hay nada. Ni siquiera rastros del terror. No es lícito convocar a la muerte por una reliquia, por un objeto gigantesco que no invoca la historia, sino nuestra memoria cinematográfica. Contar en primera persona los restos de una película, de eso se trataba. Y allí, junto al cadáver, la curiosidad se vistió de negro.

Pero la muerte no quita galones a la clase alta. El capricho, la autenticidad, la fútil diversión de quienes viven a espaldas del mundo ha impuesto un operativo propio de los héroes de guerra. Y ellos no lo fueron. No confundamos el capricho con el mérito. No abaratemos tanto la muerte. Y si lo hacemos, si convertimos en urgencia la búsqueda de quienes buscaban ociosamente el cadáver de un barco, sin importarnos la geografía de la profundidad o la titularidad de lo ignoto, hagamos lo mismo con quienes cruzan océanos y estrechos en lanchas que no soportan la dureza del agua. Busquemos con ahínco a quienes se hunden en la profundidad del mar. Demos la condición de héroes a los inmigrantes que llegan a Troya a lomos del caballo, sin más acero que las lamas del sol, ruidosos en su firme compromiso con la prosperidad de nuestra ciudad.

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