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LA ESTRELLA QUE AVIVA NUESTROS REINOS

Corren las tierras enlazadas a cielos escondidos.

Estrella de la mañana, Jacobo Fijman.

 

Uno de los retos de todo escritor es acercarse al misterio. Y este, al igual que la estrella de la mañana, no es cognoscible. Pero ¿acaso el mundo lo es? ¿Existe lo exterior fuera de mí? Si cierro los ojos, la ciudad pierde su contorno. Y así, y desnuda de luz, se revela ante mí. Podría recorrerla, y mi viaje sería igual de cierto. Cuando sueño, observo. Y, al despertar, sigo observando.

Entre ambos estadios, solo hay una difusa transición. Quizá un simple reajuste que nos hace contemplar un paisaje distinto. ¿A cuál debo atenerme? ¿No forman parte los dos de una misma geografía? ¿Y qué sucede con ese vasto precipicio que pone fin a la muerte? Confesaré algo: no estoy seguro de creer en dios, pero sí en el cielo. Lo imagino seguro y terrenal, con amplias praderas verdes, con cascadas y recodos de arena. Y, a nuestro alrededor, el infinito, la suspensión del tiempo, el alma en toda su plenitud.

 

LA COMUNIÓN ENTRE LOS VIVOS Y LOS MUERTOS

Entre la vida y la muerte, al igual que entre el sueño de la vigilia, hay solo una leve mutación, una pérdida, a veces imperceptible, de lo que sobra, de lo que es oscuro, de lo que sirve de barrera frente a la perfección. Morir es despertar, y al igual que el soñador nunca abandona la noche, quizá los muertos prolonguen su camino en esta misma tierra que los vio gemir.

Si admiro a los escritores que abordan esa indisoluble comunión entre los vivos y los muertos, es porque, de algún modo, me permiten creer en el reencuentro con mi padre. Sin él, esa otra muerte insobornable –la del tiempo– pesaría sobre ambos como una condena. Cada palabra, cada gesto, cada confesión serían la última. La vida convertida en el preludio de nuestra despedida: eso me resulta insoportable. Prefiero creer, dado que nunca he visto lo contrario, que todo es posible, incluido lo eterno.

 

LA ESTRELLA DE LA MAÑANA

En la primera traducción católica de la Biblia al castellano, publicada en el año 1791, la estrella de la mañana se menciona en el siguiente versículo (Isaías, 14:12):

«¿Cómo caíste del cielo, ó Lucifer, que nacías por la mañana? ¿Cómo caíste en tierra, tú que llagabas las gentes? Tú que decías en tu corazón: Subiré al cielo sobre los astros de Dios ensalzaré mi solio, me sentaré en el monte del testamento, á los lados del Aquilón. Subiré sobre la altura de las nubes, semejante seré al Altísimo. Mas al infierno serás precipitado en lo profundo del lago […]».

Años más tarde, concretamente en 1824, una segunda traducción varió el sentido del versículo, y, con él, la referencia más explícita a Lucifer:

«¿Cómo caíste del cielo, oh lucero, tú que tanto brillabas por la mañana? ¿Cómo fuiste precipitado por tierra, tú que has sido la ruina de las naciones?».

La misma estrella ha tenido, pues, dos identidades. Una oscura y otra luminosa. Ambas, quietas en el cielo mortal, alumbrando con entusiasmo la misma verdad. La verdad de quienes viven y mueren. La misma verdad de los que, habiendo muerto, alimentan su esperanza dialogando con los vivos.

EL REGRESO DE KNAUSGÅRD A LA FICCIÓN

Con La estrella de la mañana (Anagrama, 2023), Karl Ove Knausgård demuestra que ese diálogo visceral y profundo no está exento de belleza, y que la mirada del ser humano es, al igual que la estrella anunciadora, ambivalente. Dentro del misterio, no hay terror, sino curiosidad. La fisionomía de los muertos no es monstruosa, sino ambigua. Lo inmortal no se alimenta de los oscuro, y sí de las pasiones terrenales.

El autor noruego ha regresado a la ficción con una novela maestra, llena de miradas e incursiones en la sombra, tan absorbente y alargada como la estrella que aviva nuestros dos reinos.

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