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UN PUÑADO DE PALABRAS  MALGASTADAS

… salvo un par de palabras malgastadas

El lenguaje jurídico es tedioso, créanme. Desconozco si, por desgracia, se han visto obligados a leer una sentencia en algún momento de sus vidas, y si, en ese caso, han sentido algo distinto al aburrimiento.

Con esta afirmación, no pretendo desmerecer el trabajo de los muchos magistrados que imparten justicia en sus diferentes tribunales, que analizan la ley para aplicarla del modo más ecuánime, menos lesivo o, si se me permite el vulgarismo, más justo. Lo que planteo es un problema de lenguaje.

Sentencias…

Las sentencias –o las resoluciones judiciales, para ser más preciso– se dictan con un sentido estricto de autoridad. Sus pronunciamientos son vinculantes, o ejecutables, y se exhiben en una sociedad imbuida de poder.

Para ser espetadas, deben emplear un lenguaje técnico, plagado de latinismos, con frases subordinadas que se evaporan en laberintos de muy difícil digestión para el justiciable.

Es entonces cuando el damnificado por una resolución judicial que no comprende –porque no debe–, blasfema contra el juez acusándolo de injusto. Y puede que esté en lo cierto, porque caer en el oscurantismo de la palabra es aceptar la injusticia.

Cualquier experto en Retórica recomendará al joven abogado que aprenda sus usos, así como el manejo adecuado de los recursos literarios.

Su objetivo es seducir al juez, abrirle los ojos ante el hecho, ante el conflicto, ante el daño de la víctima, ante el causalismo que arrastra el criminal. Su objetivo, insisto, no es muy distinto al que persigo yo como escritor.

Ambos empleamos el lenguaje para edificar un contexto, para transmitir emoción, para despertar en el magistrado —así lo dijo Montaigne— esa ira que lo conduzca a la culminación de la justicia.

Les aseguro que, en demasiadas ocasiones –ahora les confieso que también soy abogado– me impongo la obligación nada legal de recurrir a la belleza para abordar lo abstracto; de emular a Cicerón y reivindicar la poesía como herramienta de análisis; de preguntarme cómo detallarían el lugar del crimen y el espíritu del criminal Proust o Dostoievski.

Sé que, de ese modo, despertaré al juez de su letargo, hasta el punto de quitarse la toga, remangarse la camisa y preguntarme, como si yo fuera un oráculo, qué sucedió después.

Sin emoción no hay interés, y sin lenguaje, no hay emoción. Y la emoción bien atemperada es el primer paso para impartir justicia.

Philip Sands y Calle Este-Oeste

En su novela Calle Este-Oeste, el escritor y abogado Philip Sands narra el debate lingüístico que mantuvieron los juristas Hersch Lauterpach y Rapahel Lemkin durante los Juicios de Nuremberg.

El motivo era el uso correcto de la palabra genocidio. Fue la suya una discusión vertebrada, pasional, cargada de retórica e imágenes. Sabían ambos que el destino de la humanidad pasaba por una palabra, por un concepto, por un vocablo que podía reivindicar —resarcir era imposible— la memoria de millones de víctimas.

Aquel debate tan sublime y cargado de belleza estaba escribiéndose para ser leído, para ser estudiado en profundidad por los juristas del futuro, para ser recitado por el pueblo como un pasaje de la Iliada.

Los buenos textos, e incluyo los jurídicos, no necesitan traducirse. Los buenos textos suenan. Y la audiencia, con buen criterio, decidirá si los acepta, los condena o solicita una revisión de su métrica. De lo contrario, la justicia será un algo endemoniado del que nada quedará… salvo un par de palabras malgastadas.

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