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HISTORIAS

A todo escritor le precede un período de aprendizaje. En el conocimiento, en la exploración, en la retórica reside su historia, y en ella su canal comunicativo con el mundo. En ocasiones asumimos que ese proceso es solo un camino (quizá peaje) hacia un estadio absoluto de soledad en el que solo conviven su historia y él; al principio en espacios separados, y en el peor de los casos, unidos en una sola dimensión en la que el escritor termina convertido en historia.

La historia es una condensación del mundo. Y quien la escribe, un simple espectador; o un limpiador de los campos de visión comunitarios; o el intérprete de los grandes pasajes que acaudalan nuestro sentido de la identidad.

El proceso de búsqueda de nuestra voz no es sino la construcción de un canal expresivo; aquel que nos convierte en persona para hacer de nuestra historia una platea desde la que observar el mundo.

Sin embargo, en muy pocas ocasiones, es el mundo quien impone su Historia, quien la regula a cambio de que el autor elimine la suya. Es entonces cuando no cabe la memoria, ni la técnica aprendida, ni cualquier recurso vacuo para la auto expresión. El mundo ha construido una burbuja, y en ella residen el autor y su nueva obsesión por escuchar, por asumir la Historia impuesta y por comunicársela a un auditorio aquejado de ceguera. Allí, y en absoluto silencio, resonará la gran frase de Thoreau convertida en versículo: «Ni el amor, ni el dinero, ni la fama, dadme la verdad».

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