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LA CONFESIÓN

Cuando tengo el privilegio de supervisar una confesión, pienso en Raskolnikov. Lo imagino tendido en un catre, azotado por la fiebre, preso de una habitación angosta en cuyas paredes alguien talló los hechos del crimen.

Allí están, expuestos con luminosa caligrafía, inmunes a la pretendida inmunidad de quien blandió el arma y dijo sí a las tinieblas. Él se revuelve, y recuerda sin querer recordar, y escucha la voz profunda de quienes, ajenos al desastre, le brindan a ciegas su bondad.

Ya no es posible vivir con la memoria del cadáver. Ya no es posible aferrarse a su rostro impune sabiendo que Dios le ha revocado el privilegio de la soledad. Por tanto, es necesario ponerse en pie. Es necesario huir de la habitación infernal y gritar en medio de la calle: «He sido yo. He sido yo y os pido perdón».

Pero ahora no estamos en una gruesa habitación, ni yace nuestro hombre en una cama encharcada. Tampoco observó en él una sola muesca de suciedad. Aguarda, al otro lado de la mesa, a que yo le explique cómo será su confesión, ante quien deberá confesarse, y con qué grado de pulcritud deberá formular su arrepentimiento.

Me contempla, erguido como una pilastra; y no puedo sino absorber ese perfume acerado, casi violento, que templa mis manos, que amilana mi profundo deseo de ver su explosión.

Y yo le explico todo, punto por punto, razón por la razón, sin omitir los detalles ni sortear la cronología del desastre; felicitándole, si es que cabe palabra tan frugal, por su acercamiento a la víctima, por su empatía con la familia y por su recién estrenada comunión social.

Nuestro hombre asiente, porque sabe que debe asentir, y también porque yo se lo pido. Le imploro, con mi gesto abierto, que haga de mí un delegado del mundo.

Cuando por fin descubro en él una mácula de pudor, una sombra flameando sus mejillas, e incluso una lágrima, afirma: «Con esto, letrado, volveré muy pronto a trabajar».

Cruje el papel que nos separa de la luz; y también la mesa, convertida ya en dique, que antes desactivó la desunión. El hombre cumple con lo prometido y estampa en él su bellísima firma.

Y antes de afrontar, ya confeso, la excelsa calle soleada, posa su dedo en la mesa y lo arrastra hacia un extremo. Después esparce un ramillete de polvo sobre el documento y dice: «Debería usted limpiar más a menudo».

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