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SUTPEN

 

Ha cargado el maletín con dosieres y un ordenador portátil. Pone los pies sobre la mesa. A oscuras, su escritorio es un pozo con sombras magras y lechosas.
Pocos abogados leen a Faulkner antes de un juicio. Pocos intentan comprender al Demonio leyendo las razones de un demonio. Él lo hace, y le observa.
El hombre bárbaro, sentado en un tronco y rodeado de perros, ordena a la jauría revisar las ramas y raíces combadas. Imagina (el abogado) su barba blanca, rala bajo las hebras de tabaco. Habla (el hombre bárbaro) de puertas traseras, de apaleos pretéritos, de escopetas desnudas como caderas de mujer.
Su proyecto.
Una vida dedicada a erigirlo sobre el cieno y el repudio.
Piezas engrasadas que se vuelven prescindibles, incluidos su hijo y su primera mujer. El relato, violento y rapido, responde a su idea de moral.
«Quizá no sea necesario, y todo (Todo) –– piensa el abogado–– resulte etéreo».
O no.
Se lo pregunta porque ellos –es decir, Todos– lo han hecho previamente. Quién puede defender a un genocida.
Y dice, mientras nadie le escucha, que los delitos de lesa humanidad contienen una gravedad extraordinaria, tanto por su crueldad como por el significado de sus actos.
Y son defendidos por abogados –la mayoría con escrúpulos de hombre corriente– que analizan su contexto, las declaraciones de los testigos y las pruebas de convicción. Abogados que se dirigen a un tribunal –siempre formado por tres magistrados– que conocen los hechos y que, probablemente, satanizan al reo porque son mujeres y hombres buenos.
Hay procesos (el suyo no lo es) que se defienden gracias a la técnica. Abogados que buscan el fallo procesal, el error instructivo o un simple defecto que restringa la presunción de inocencia.
De un reo culpable.
De un reo no arrepentido.
El abogado no comparte –a veces– la visión moral del cliente, el sentido histórico o el repudio hacia las víctimas.
La mentira –la mentira que recela de la sangre y del daño moral, la mentira doblada por quienes nutren y ensucian los lomos de la pecera– es vomitiva.
Vomitiva en la soledad de un despacho que desde hace meses malvive enrejado por folios y deuvedés.
El abogado detiene la lectura y abre, por enésima vez, su bloc de notas. Hay números y líneas cruzadas. Repasa el alegato (habrá un cierre dentro de tres meses) subrayando los párrafos más enfáticos. Modula la voz.
Ensaya.
Aceptó el caso por dinero, por convicción o por prestigio.
Asumió la defensa por designación directa, obligatoria, envuelta en un catálogo azulado de principios. Había curvas cerúleas en el escudo del tribunal y notas a pie de página con frases cursivas, la mayoría recientes.
Defenderá a un genocida que también fue violador en masa.
Y después llegará a casa (la primera sesión se dedica a la lectura de cargos) cuando sus hijas estén viendo un capítulo de dibujos animados.
Preparará ensalada de pasta tarareando una canción de Curtis Harding.
Olerá a canela en el cuarto de baño.
El vapor se deshará en la mampara como un jugo de perlas.
Hará dibujos con la yema y escupirá.
Más tarde, hará el amor.
Será entonces cuando olvide la verdad y el juicio sea solo un esquema de réplicas y contrarréplicas, de sordina legal, mientras su defendido, brioso y virgen, cabalga como lo hizo Thomas Sutpen sobre el barro carnoso de Mississippi.

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